Qué aburrido!! No hay absolutamente nada que hacer!!, ¿qué hará la gente aquí para divertirse?.
Estas son frases muy comunes que incluso yo he repetido, ante la pasividad de algún lugar, cuando nuestro ritmo de vida acelerado se ve frenado, cuando salimos de nuestro espacio vital, aquel en el que cada pieza, cada momento de nuestra vida está perfectamente establecido, planeado.
Acostumbrados al ruido, el estrés, el acelere; después de crecer entre complejos de cines, plazas comerciales, restaurantes, antros, y demás lugares de entretenimiento, dejar eso a un lado es prácticamente estar desnudo.
Y en ocasiones ni siquiera salimos, estamos en nuestras casas frente a una computadora, a la televisión, a un videojuego; pero ese no hacer nada no es lo mismo que estar en una localidad lejana a la nuestra.
Entonces , ¿cuál es el problema real?, ¿que no hay nada que hacer, o que no se adaptarme al entorno en que me encuentro?.
En otro viaje de fin de semana, aquel que tomé con la decisión de conocer un lugar mágico, de esos que abundan en nuestro país, llegó a mi mente esta reflexión.
Desde hace mucho tiempo tenía ganas de conocer Huamantla, en Tlaxcala; pero fue el pretexto de la Feria local, lo que me impulsó a llevar a cabo este viaje en estas fechas.
Por razones personales, el plan se tuvo que adelantar y la salida se estableció para el jueves, en lugar de la idea original de salir el viernes; la falta de presupuesto en ocasiones limita tus deseos, así que permanecer mucho tiempo no era una opción, entonces ¿qué hacer si lo realmente destacado de esta festividad comenzaba el fin de semana?.
Y me di cuenta de lo inútil que mi cómoda vida me ha vuelto.
Rodeada de un rústico paisaje, entre la cotidianidad de un día laboral habitual, no hallabamos en qué ocuparnos, visitamos museos, caminamos por todo el centro y más allá, tomamos el transporte y nos dirigimos a otro poblado, y regresamos al punto de origen.
En este lapso me di cuenta de algo inminente, pero que he dejado pasar por imperceptible; los sitios que visitamos, tanto en este, como en otros países, pueden componerse de muchas y variadas cosas.
Existen lugares cuyas características son los monumentos históricos, las zonas arqueológicas, o incluso zonas comerciales; hay los que destacan por su carácter turístico, las playas son el mayor ejemplo; hay los que destacan por su silente, enigmática y cotidiana belleza; sin embargo, lo que nunca faltará en ellos es el componente que los hace verdaderamente trascendentes: su gente.
Me dí cuenta de que puedo llegar a lugares que parecen desiertos por la falta de parafernalia turística, que habrá sitios callados, y otros ruidosos, pero en cada uno de ellos siempre habrá personas.
Y eso es lo que le da el valor a cada lugar; más allá de la calidez de los pobladores, detrás de ellos hay historias; basta observar a la señora que se sienta detrás de un comal a preparar tlacoyos para vender; echarle un vistazo al policía que te observa cuando entras al museo; escuchar a aquel con el que compartes mesa en un mercado.
Todos ellos te están haciendo parte de su vida, te están compartiendo lo que aman, lo que saben hacer, eso es lo que enriquece el espíritu, alimentar el alma con la diversidad de personalidades y oficios.
Agradecer que ellos existan, porque eso hace que cada lugar tenga magia, que sea bello, y que yo pueda disfrutarlo, sin necesidad de aburrirme; porque mientras allá gente y permanezca en mí la curiosidad y el deseo de dejarme enamorar, todo será cuestión de enfoques.
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