Mexicano
Por Marisela Valencia
Haciendo cuenta del momento histórico en que nos encontramos en México, no sólo por la celebración del bicentenario de la Independencia y centenario de la Revolución, sino también por el contexto actual que nos marca y enmarca en todos los niveles, es inevitable que llegue a mí la necesidad de reflexionar.
Ha pasado un año desde que la cuenta regresiva comenzó, y con ella la planeación de todos los festejos; este año las miradas se volcaron a esos acontecimientos, a favor y en contra, hay quienes se entusiasman con la ocasión, mientras otros muchos nos preguntamos qué hay que festejar.
Si al salir a la calle no me encuentro más que una evocación al sentimiento nacionalista; los rostros de nuestros héroes en los lugares menos esperados; promociones, torneos, programas televisivos, películas, todo es bicentenario.
Se llegó al punto en que el festejo no es sino un pretexto; desgastamos el motivo, la gala, y la hicimos un vestido de domingo que nos hace lucir como retratos.
Qué se puede celebrar si día a día escucho en las noticias una cifra de personas muertas que dan ganas de olvidar como si fuera una pesadilla, pesadilla que lamentablemente me despierta todas las mañanas.
Quisiera olvidarme de las malas noticias y unirme a un festejo memorable, pero sería como bloquear el resto de mis sentidos cuando me vendan los ojos para pegarle a una piñata: terminaría golpeando todo menos mi objetivo, cuántas personas saldrían lesionadas.
Escuchar que hay miles de personas damnificadas, miles de alumnos sin educación suficiente, tantos desempleados como graduados anualmente, mientras hay millones de pesos invertidos en esta fiesta histórica, me resulta congruente en un país lleno de ironía como el nuestro.
Y se deprime mi espíritu, se debilita mi nacionalismo, y disminuyen mis latidos hacia un México que extravió su camino y se encontró de golpe con un destino que aún en las peores predicciones de mi infancia no vislumbraba.
Ya no es el país que yo recuerdo, cuyas memorias más violentas eran pasajes negros, indescriptibles pero lejanos, contados, la excepción y no la regla; la paz que de niña me embargaba no la encuentro más que escondida bajo las sábanas mientras intento dormir.
Vivo un luto que no me puedo quitar, por todos aquellos que han muerto en una lucha que no desearon pelear; vivo en la pesadumbre del temor a triunfar en una profesión donde el resonar de tu nombre tatúa un blanco en tu espalda, cabeza o pecho.
Camino mientras pienso en cuántos seres humanos habrán visto detenido su andar mientras yo abordo un transporte que no sé si llegará, si la seguridad será efectiva cuando alguien decida actuar en contra de alguien que no soy yo, ni el pasajero que me acompaña en una estúpida soledad.
Recuerdo cuando mi padre me llevaba de la mano, eso era necesario para sentirme protegida. Hoy no sé si darle la mano a mi sobrino me dé la confianza de que al llegar a mi destino seguirá a mi lado.
Viajo con un sueño, una idea; comparto el deseo de llevar sonrisas donde las personas las dan por perdidas. Regreso con la incertidumbre, la zozobra de si en mi siguiente viaje esos rostros inocentes lo seguirán siendo. Lo que debiera ser gusto se convierte en susto, impotencia.
En medio de mis largos silencios durante un análisis, más confuso que racional, sobre la esperanza que se escapa; atravesando la parafernalia de un festejo que me causa más coraje que ilusión, más rabia que añoranza, resuena en los labios de un ser amado un adjetivo pronunciado con tanta fe como emoción: Mexicano.
Retumba en mis oídos la vibración de esa palabra como si al entrar en mi cerebro de pronto detonaran todos los significados que no se leen en un diccionario.
Y cambia el rumbo de mi reflexión, como cambia un día nublado a un intenso sol con un ligero ventarrón.
Me cuestiono qué es ser mexicano, qué valor tiene hoy decir esa palabra, si es mejor agachar la cabeza o gritar en alto que lo soy; qué pesa más, el costo de las malas decisiones, o el recuerdo de lo bueno.
Si he de vivir de recuerdos, para qué vivo, mejor muero; prefiero mantenerlos en un espacio de mi alma mientras construyo otros tan buenos o quizás mejores.
Abandono el ensimismamiento cuando escucho una voz que aunque no se refiere a mí, me aterriza en la realidad y caigo en la respuesta a mi fugaz cuestionamiento y es risible la sencillez con que se anuncia.
Mexicano es un gentilicio, vaya tontería, claro que lo es, porque pertenece a México, y no sólo porque habite en él, sino porque es la clave para su existencia.
No hay nacionalidad sin país, pero no hay país sin habitantes que porten la nacionalidad, y digo porten porque es usar, hacerla nuestra. Como dirían por ahí, ponerse la camiseta, jugársela por algo.
Y ese algo es este país, porque más allá de la resignación hacia la ubicación geográfica de nuestro nacimiento, salimos a la calle y enfrentamos una lucha, la lucha que si elegimos enfrentar, para ser lo que alguna vez hemos soñado.
Hemos hecho nuestras las tradiciones bien cimentadas; las canciones siempre coreadas que evocan a un México de belleza excepcional, de calor humano. Se nos enchina la piel con un sonido, un grito; apoyamos un equipo aún con todas las derrotas que carga en la maleta; extrañamos esta tierra, sus sabores, sus olores cuando la vida nos aleja.
Mexicano es aquel que se encuentra en la esquina vendiendo tamales, esquites, merengues; ese que rescata aquel oficio que su familia le heredó, sin darse cuenta que también rescate nuestras raíces manteniéndolas latiendo en un mundo tan globalizado que nos atrapa entre productos fugaces.
Mexicano es el artesano que nos enaltece en el extranjero, pero que también permite llevar a nuestro hogar la belleza de un arte que no necesita la etiqueta de un diseñador reconocido, basta con echarle un vistazo para darse cuenta que es único, realizado por manos amorosas, por seres reales.
Mexicano es quien cosecha en el campo aunque quisiera haber nacido en la ciudad, porque la situación económica no le retribuye su esfuerzo, pero que permanece con las manos cansadas y el peso del sol sobre su espalda; ese que lleva a nuestra mesa el placer de nuestra tierra.
Mexicano no es aquel de cuello blanco que se pronuncia amigo y sólo me da la mano en la foto, sino el que la extiende por gusto, por deseo, sin una obligación moral o política. Son esos grupos de personas amigas que deciden realizar una labor sin esperar más retribución que un beneficio para su semejante.
Es aquel joven que emprende un camino de superación, con la única meta de regresar a su lugar de origen para satisfacer las necesidades de quienes no han tenido la misma oportunidad que él.
Mexicano es el que se dice orgulloso de serlo y lo dice de corazón, el que lo canta no por encargo, sino por amor, sin una idea de lo que es afinación. También ese extranjero que llegó para quedarse, y que lucha día a día por amor a este suelo, a su gente.
Mexicana es la tradición de una tarde en familia paseando por la plaza; de un sábado por la noche en medio de la parranda, de las trajineras en una celebración especial, de los domingos de almuerzos típicos.
Es compartir la mesa con quienes ya no están; es la picardía de reír de nuestros defectos, de las peores situaciones para encontrar el ánimo de salir adelante. Cantar en un estadio aunque vayamos perdiendo, es una mano amiga en las peores desgracias, un taco compartido cuando la situación aprieta.
Mexicano es quien se niega a ser una cifra negra en un periódico, un número más; el que se esfuerza por trascender, por dejar huella en este contexto en el que somos tan invisibles como el aire.
Mexicana soy yo resistiéndome a creer que todo está perdido; esa que escribe textos que tal vez nadie lea, textos que evocan un sentimiento rescatado de esta realidad inadmisible. La que se niega a repetir las malas noticias como si renombrarlas las mejorara, la que busca un sentido y dar a conocer lo que otros han dado por perdido.
Después de largas reflexiones he llegado a la conclusión que aún vale la pena luchar por este país que me vio nacer, que me ha dado tantas satisfacciones. Porque aquí he dejado mis mejores momentos; ha sido testigo de mis grandes sufrimientos.
México me ha dado dichas, amigos, hermanos, familia; me ha dado una razón para existir, un color cada mañana, un sabor nuevo en cada etapa. Me ha entregado amor y nostalgia a través de su gente, sus ancianos, de sus niños.
Aquí he conocido todo lo que me ha hecho el ser humano que soy, no hay lugar que haya marcado mi aprendizaje, mi existencia, como mi país; no hay belleza como la de mis compatriotas, sin importar si ganan títulos, porque no los hay para el alma.
Ser mexicano no es un partido ni las diferencias sociales, es querer serlo y yo lo soy. Lo soy y lo demuestro con una pequeña aportación sin fines de lucro, sólo de amor.
La pregunta final sería, ¿qué tan mexicano eres?. Eres mexicano del bicentenario, o mexicano por convicción.
Luchemos por rescatar este México que nos han robado, sus tradiciones, su sentimiento, su magia y misticismo. Luchemos por alcanzar nuestros sueños, la plenitud de nuestras existencias, porque sólo así haremos grande a este país que se ha perdido entre inmensas soledades.